jueves, 10 de enero de 2013

Píramo y Tisbe


      
 Era Píramo el joven más apuesto y Tisbe la más bella de las chicas de Oriente. Vivían en la antigua Babilonia, en casas contiguas. Su proximidad les hizo conocerse y empezar a quererse. Con el tiempo creció el amor.
     Hubieran acabado casándose, pero se opusieron los padres. Aunque no les dejaban verse, lograban comunicarse de alguna forma; no pudieron los padres impedir que cada vez estuvieran más enamorados: el fuego tapado hace mejor rescoldo. La pared medianera de las dos casas tenía una pequeña grieta casi imperceptible, pero ellos la descubrieron y la hicieron conducto de su voz. A través de ella pasaban sus palabras de ternura, a veces también su desesperación: no podían verse ni tocarse. A la noche se despedían besando cada uno su lado de la pared.
    Pero un día toman una decisión. Acuerdan escaparse por la noche, burlando la vigilancia, y reunirse fuera de la ciudad. Se encontrarían junto al monumento de Nino, al amparo de un moral que allí había, al lado de una fuente.
    Ese día se les hizo eterno. Al fin llega la noche. Tisbe, embozada, logra salir de casa sin que se den cuenta y llega la primera al lugar de la cita: el amor la hacía audaz. En esto se acerca a beber a la fuente una leona, con sus fauces aún ensangrentadas de una presa reciente. Al percibirla de lejos a la luz de la luna, Tisbe escapa asustada y se refugia en el fondo de una cueva. En su huida se le cayó el velo con que cubría su cabeza. Cuando la leona hubo aplacado su sed en la fuente, encontró el velo y lo destrozó con sus garras y sus dientes.
     Algo más tarde llegó por fin Píramo. Distinguió en el suelo las huellas de la leona y su corazón se encogió; pero cuando vio el velo de Tisbe ensangrentado y destrozado, ya no pudo reprimirse:
 "Una misma noche - dijo - acabará con los dos enamorados. Ella era, con mucho, más digna de vivir; yo he sido el culpable. Yo te he matado, infeliz; yo, que te hice venir a un lugar peligroso y no llegué el primero. ¡Destrozadme a mí, leones, que habitáis estos parajes! Pero es de cobardes limitarse a decir que se desea la muerte".
    Levanta del suelo los restos del velo de Tisbe y acude con él a la sombra del árbol de la cita. Riega el velo con sus lágrimas, lo cubre de besos y dice:
     "Recibe también la bebida de mi sangre". El puñal que llevaba al cinto se lo hundió en las entrañas y se lo arrancó de la herida mientras caía tendido boca arriba. Su sangre salpicó hacia lo alto y manchó de oscuro la blancura de las moras. Las raíces de la morera, absorbiendo la sangre derramada por Píramo, acabaron de teñir el color de sus frutos.
    Aún no repuesta del susto, vuelve la joven al lugar de la cita, deseando encontrarse con su amado y contarle los detalles de su aventura. Reconoce el lugar, pero la hace dudar el color de los frutos del árbol. Al distinguir un cuerpo palpitante en el suelo ensangrentado, un estremecimiento de horror recorrió todo su cuerpo. Cuando reconoció que era Píramo, se da golpes, se tira de los pelos y se abraza al cuerpo de su amado, mezclando sus lágrimas con la sangre. Al besar su rostro, ya frío, gritaba:
   "Píramo, ¿qué desgracia te aparta de mí? Responde, Píramo, escúchame y reacciona, te llama tu querida Tisbe". Al nombre de Tisbe, entreabrió Píramo sus ojos moribundos, que se volvieron a cerrar. Cuando ella reconoció su velo destrozado y vio vacía la vaina del puñal, exclamó: "Infeliz, te han matado tu propia mano y tu amor. Al menos para esto tengo yo también manos y amor suficientes: te seguiré en tu final. Cuando se hable de nosotros, se dirá que de tu muerte he sido yo la causa y la compañera. De ti sólo la muerte podía separarme, pero ni la muerte podrá separarme de ti. En nombre de los dos una sola cosa os pido , padre mío y padre de este infortunado, que a los que compartieron su amor y su última hora no les pongáis reparos a que descansen en una misma tumba. Y tú, árbol que acoges el cadáver de uno y pronto el de los dos, conserva para siempre el color oscuro de tus frutos en recuerdo y luto de la sangre de ambos".
    Dijo y, colocando bajo su pecho la punta del arma, que aún estaba templada por la sangre de su amado, se arrojó sobre ella. Sus plegarias conmovieron a los dioses y conmovieron a sus padres, pues las moras desde entonces son de color oscuro cuando maduran y los restos de ambos descansan en una misma urna.

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